El cuerpo de María estaba cambiando aquel verano en el que empezaron a suceder cosas por primera vez. Atormentada por unas curvas que dejaban su niñez en un pasado reciente dejó de comer. Su extrema delgadez empezaba a hacerse visible a los ojos de su amiga Laura que, si bien no entendía la afición de María por los chicos de la pandilla, sí que compartía el hastío del reflejo de su cuerpo ante un espejo. María estaba en el baño cuando Laura la vió vomitar. Se quedó perpleja ante tal situación mientras su amiga, al ser descubierta, empezó a llorar. Ella, la cogió del suelo y la abrazó fuertemente, después, se empezó a desnudar. El desconcierto se contagió en aquel pequeño baño. Después de quitarse el vestido y el biquini invitó a María a que hiciera lo mismo y así, permanecieron las dos ante aquel soberbio espejo. Empezaron a mirarse meticulosamente la una a la otra, a reírse de sus cuerpos pero, sobretodo empezaron a quererse. Pasó el tiempo y aunque su amistad quedó interrumpida María recuerda aquel hecho como el mayor acto de amor jamás sentido. Un día cualquiera en el pueblo que las vió crecer se encontraron las dos. María se alegró de ver a su pequeña heroína que, por aquel entonces y por rarezas de la vida, ahora era ella quien padecía esa enfermedad que deja atrás el amor propio.