Tenía prisa. La periferia te da esos momentos de cenicienta. Cogí el tren, me senté entre personas de mirada cansada y pensé que era extraño no poder pensar en nada. Subió un vendedor de pañuelos, que como un actor que recita de memoria su función, pretendía enternecernos con su cadencia viciada. Podía incluso parecerme bella su mirada desvanecida por el alcohol o quizás por algo más duro, que no peor. Pasó por mi lado sin ni siquiera percatarse que tenía una moneda en mi mano, y con un poco de vergüenza, la volví a guardar en el monedero. Miré mi vestido. Estaba arrugado. Miré mi pelo en el reflejo. Estaba despeinado. Miré mis piernas. Estaban llenas de moratones.
-Ese gordo del asiento de la esquina no para de mirarme-. Me enderezo. Me imagino que le pego y me siento mejor. Me imagino que eso no ha pasado y me siento mejor. Me imagino a Freud con su libreta y me siento mejor. Seguro que existe algún mito que me explique, pero somos muchas las especies que hemos nacido de nuevo en la era del link and love. Bajo del tren y conmigo mi cansancio, pero no el que arrastra al dormitorio a esta ciudad, sino el que merece una hostia solo con mirar que la suerte no es algo que se escoge.
-Ese gordo del asiento de la esquina no para de mirarme-. Me enderezo. Me imagino que le pego y me siento mejor. Me imagino que eso no ha pasado y me siento mejor. Me imagino a Freud con su libreta y me siento mejor. Seguro que existe algún mito que me explique, pero somos muchas las especies que hemos nacido de nuevo en la era del link and love. Bajo del tren y conmigo mi cansancio, pero no el que arrastra al dormitorio a esta ciudad, sino el que merece una hostia solo con mirar que la suerte no es algo que se escoge.