Hay una cama en la entrada. Está postrada en la
pared de un edificio blanco y rotundo. Está desecha, hay mantas viejas y algún
cojín roído. Una niña me pregunta si es en esa cama donde yo duermo. Me quedo
perpleja. Le afirmo con la cabeza. Me pregunta como hago para subir en ella y le
contesto que tengo una escalera guardada en un armario muy grande. No sé si me
cree pero sonrío. Caminando hacia algún lugar vuelve este pensamiento. Una cama
desecha sería el mejor lugar. Lástima que esa es de hospital o de orfanato o de
sanatorio. Al fin y al cabo, las camas sanan, todas ellas de algún modo. Lugar
de sueño o vigilia, de amor o llanto, de enfermedad o muerte, y así siempre.
Espacio donde la intimidad cobra una gravedad trascendente, como el título de la instalación
a la que me refiero. Despertar súbito.